A veces definimos pueblos y barrios pequeños con la expresión «son cuatro calles». En el caso de Romita, nunca una expresión fue tan literal, porque realmente este barrio defeño son cuatro calles contadas y una plaza. En Romita es prácticamente imposible mirar a cualquier rincón sin encontrar detalles que nos dicen que no estamos en un barrio más.
¿Qué hace especial a Romita? Dos factores: la sensación de estar en un pueblo en pleno centro de DF, y lo que sus habitantes hacen de ese barrio. Esto último es consecuencia de su historia, que penetra en cada uno de ellos reforzando la sensación de pertenencia comunitaria única en la ciudad.
Un pueblo en plena ciudad
Romita está ubicada dentro de la Roma, una popular colonia de DF. Podría pensarse que su nombre se debe al hecho de ser una Roma en miniatura, pero no parece el caso. El nombre de Romita fue anterior. Este pueblito estaba comunicado con otro pueblito, el antiguo Chapultepec, mediante una preciosa carretera flanqueada por árboles que recordaba a los caminos de Roma. Fue el surgimiento de la actual colonia Roma, alrededor de Romita, la que fue bautizada por ser una «Romita grande».
Si la Roma es un santuario gentrificado de extranjeros y hipsters fotógrafos, directores de cine documental y diseñadores gráficos, Romita es realmente un barrio popular. Tiene todo lo que necesita cualquier barrio defeño para demostrar su personalidad: una plaza, una iglesia, una casa de cultura… y una tortillería.
Dentro de la propia plaza encontramos una inscripción con la historia resumida del barrio. En el origen, Romita fue una isla dentro del lago Texcoco, parte de la civilización de Tenochtitlán. Tras la invasión española, la isla, llamada Aztacalco, quedó como una reserva donde los indígeneas tenían permitido vivir.
Ya en los tiempos de la colonia, Hernán Cortés se apropió del terreno. La Iglesia de Santa María de la Natividad de Aztacalco, una de las más antiguas del país y de todo el continente (desde 1.531), era uno de los puntos donde se llevaba a los reos condenados a muerte (principalmente de Tepito) para pedir clemencia antes de su ejecución. La zona ya no era una isla, y poco a poco adquiría su propia identidad como un espacio independiente en 1.752.
Chiquita pero «matona»
En Romita, todo el mundo se conoce. La mala fama del barrio de hace unas décadas ha dado paso a un espacio único de tranquilidad en México, que recuerda a los pequeños pueblitos que encontramos en el país. Como he contado anteriormente, Romita es chiquita pero «matona», gracias a uno de sus grandes patrimonios: su Casa de Cultura, que desde 1.994 auspicia actividades para vecinos y foráneos como el Taller de LeEtras para niños, cursos y exposiciones.
En el muro exterior de la Casa de Cultura Romita, una placa recuerda que Buñuel utilizó esta plaza como una de las localizaciones de la película «Los Olvidados», una de las películas que mejor ha retratado el México de mediados del siglo pasado.
El Huerto Romita es uno de los pocos coletazos hipsters de la Roma que ha llegado a Romita. Eso sí, «hipster» con matices. Es una iniciativa consolidada desde hace tiempo con apoyo institucional que cuenta con programas de regeneración agrícola, creación y mantenimiento de huertos urbanos (algo complicado bajo el contaminado aire defeño) y talleres de capacitación para diversas edades.
El arte urbano en Romita es otro de los grandes patrimonios de este barrio en miniatura. Si, como hemos dicho, Romita consta de cuatro calles, dos de ellas están decoradas con espectaculares grafitis, prácticamente intactos desde que se realizaron, algunos de ellos hace diez años. Ningún vecino, ni nadie de fuera, los han vandalizado en todo este tiempo, un signo inequívoco de respeto intra y extramuros del barrio. Además, hay una vecindad como las de antaño que también destaca por su excelente conservación.
Como anécdota final, Romita es el histórico hogar de un personaje de ficción, el Hombre del Costal (el equivalente a el Hombre del Saco), tambén conocido como el Gran Robachicos, un hombre que acechaba a los niños que entraban al barrio y les arrancaba los ojos, las manos y la lengua y les esclavizaba pidiendo limosna por la ciudad. El Hombre del Costal se mostraba como un mendigo de día, pero millonario de noche, derrochando las ganancias que los niños recibían cada día.