Hace casi un mes se cumplieron 10 años del fallecimiento de Salvador Elizondo. El escritor mexicano es, sin duda, uno de los grandes maestros a rescatar y no olvidar, y homenajes como el de su propio amigo Carlos Fuentes cuando falleció, o el que le rindió el Fondo de Cultura Económica el pasado mes de marzo, donde se rescataron parte de sus 83 diarios manuscritos (claves para entender su compleja obra), son totalmente necesarios para difundir la obra de este genio de las letras.
Elizondo era una persona enérgica, que disfrutaba de la vida, de la lectura y de los viajes. Encaja perfectamente con la filosofía de «Silencio, se viaja», así que os invito a conocer un poco al autor y su obra.
Hombre de artes, de letras… y de ideogramas
Salvador Elizondo fue hijo de un productor de cine, y este hecho influyó durante toda su obra. Su ópera prima «Farabeuf o la crónica de un instante», de cuya publicación se han cumplido 50+1 años, es un homenaje al cine de Eisenstein, de reconocida difícil lectura, donde el lector tiene que poner mucho de su parte para entender toda su simbología. Fue un hombre polifacético, y cursó estudios de artes plásticas en la Ciudad de México y de literatura en las universidades de Ottawa, La Sorbona, Peruggia, Cambridge y la UNAM. Su talento, pues, no se limitaba a las letras, y por ello fue considerado el gran escritor vanguardista de los 60.
Sus temas variaban entre lo puramente literario hasta experimentos estilísticos como la influencia del lenguaje chino, idioma que Elizondo estudió en su juventud (además de francés, inglés, alemán e italiano). Cuando escribió «Farabeuf o la crónica de un instante» declaró: «Ahora me gustaría profundizar en los conocimientos que adquirí hace muchos años de los rudimentos de la cultura china, que yo creo que es la única salida para la literatura, porque es otro sistema de escritura». No es casualidad que otros escritores adelantados a su época, como el norteamericano Ezra Pound, también se interesasen por la inclusión de ideogramas chinos. En muchos aspectos, este libro podría parecerse al «Rayuela» de Cortázar, en tanto que el lector puede elegir el orden de los capítulos y seguir conservando la idea principal de la obra.
(Fotograma de «El acorazado Potemkin», del director ruso Sergei Eisenstein)
El gran vanguardista de los 60
La vanguardia mexicana se construyó sobre la articulación de nuevos lenguajes, como herencia del modernismo, principalmente norteamericano, y sobre todo de la Revolución Mexicana a principios del siglo XX. Estos nuevos lenguajes, como he comentado antes, bebían de fuentes eclécticas como el cine, la pintura o las lenguas orientales. Elizondo contribuyó a consolidar este movimiento y fue editor de revistas como «S.NOB» o «Nuevo Cine».
El cine fue, probablemente, la gran influencia de Elizondo. Pasó su infancia, entre los 7 y los 17 años, en los estudios cinematográficos con su padre, donde aprendió de primera mano el proceso de creación de una película. Si bien su primera intención fue la de ser pintor, su exceso de autocrítica le hizo desechar esa vocación, relegándola a sus diarios privados. No obstante, Elizondo nació en una época en la que todas las disciplinas artísticas estaban en ebullición, y el despertar de su talento, así como el de México, era ya imparable.
En aquella época, en todo el mundo, todas las artes estaban influídas entre sí. Hacia 1.920, el teatro mexicano comenzaba a alejarse de las tradiciones españolas y desarrollaba sus propias temáticas, basadas en el folclore y la reinvención de tradiciones. Desde que se fundara la Unión de Autores Dramáticos en 1.925, hasta el auge del teatro universitario de los 50, el teatro también fue un caldo de cultivo de inspiración para muchos artistas, como Elizondo.
El muralismo mexicano de vanguardia auspició a grandes artistas más allá de Rivera, Orzoco y Siqueiros. La política entraba de lleno en las manifestaciones artísticas, y con ella, el compromiso y la propaganda en cada disciplina. Elizondo no fue ajeno a este compromiso, y el tiempo ha hecho de él un mito literario capaz de trascender a su propia escritura.
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía…
(Salvador Elizondo, «El Grafógrafo», 1.972)